Hoy estamos en la peor crisis
política que hemos vivido en este período post dictadura, una crisis que
salpica de moros a cristianos en el espectro político y que se genera por los
mismos motivos que caen todos quienes abusan de lo público para beneficio
privado: delitos económicos y nepotismo. En el análisis de esta crisis sería
irresponsable obviar el origen del problema de fondo, la colonización del aparato
público por parte del empresariado, fenómeno que se inicia con los “Chicago
Boys” en la dictadura cívico/militar de Pinochet que, entre muchas otras cosas,
vendió las empresas públicas a bajo precio a oportunistas que, arrimados bajo
la sombra de Jaime Guzmán, Freedman y Pinochet, se hicieron millonarios y
poderosos en desmedro de toda la sociedad.
Hoy nadie duda de que el mundo
del gran capital y el mundo político tradicional son parte de una misma esfera
de poder. Dos caras de una misma moneda donde, tanto la Nueva Mayoría como la
Alianza, han sabido jugar el papel del borde que une ambas caras. A esto si le
sumamos la baja participación ciudadana en los procesos electorales, la pésima
confianza que tiene la población hacia toda institución o autoridad política y
la incapacidad institucional para acabar con la extrema desigualdad, da como
resultado un evidente desgaste del modelo democrático y económico que sostiene
la Constitución de 1980, hasta hoy vigente gracias a que sus pilares
fundamentales no han sido modificados.
Como bien dijo un humorista hace
poco, al final sea quien sea, siempre se termina atornillando hacia la derecha
económica, pues para ambos bloques la economía (propia y de los cercanos) es
más importante que cualquier otro fenómeno humano que se esté desarrollando. Y
esto Jaime Guzmán lo dijo cual Nostradamus: “La Constitución debe procurar que
si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción
no tan distinta a la que uno anhelaría, porque –valga la metáfora- el margen de
la alternativa que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella sea lo
suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil lo contrario”.
El gobierno dirigido por Michelle
Bachelet continúa planteando que son los “expertos” quienes deben redactar una
nueva Constitución, pero que, obviamente, será con el aporte de los comentarios
de la ciudadanía (participación ciudadana le llama). Al decir esto, la presidente
expone que el pueblo y la Constitución son dos fenómenos que requieren de una
élite para ser vinculadas, como si las personas tuviésemos alguna incapacidad
intelectual para poder participar activamente en la elaboración de nuevas
reglas para todos y todas.
¿Quiénes son esos expertos? ¿Qué
intereses tienen esos expertos? ¿De quién son familiares esos expertos? ¿Quiénes
van a elegir los expertos? ¿De qué clase social son esos expertos? ¿Qué
ideología y religión tienen esos expertos? ¿Qué opinan de los pueblos
originarios y/o de la libertad sexual y reproductiva de las personas? ¿Serán
laicistas?
No queremos nada que venga de
arriba, de las típicas esferas de poder que viven en los mismos barrios, van a
los mismos colegios y comen en los mismos restoranes. Nunca al pueblo
trabajador le ha ido bien una vez que los poderosos deciden lo que es bueno
para nosotros, y Bachelet no sólo es parte de la gente con dinero y poder,
además los protege.
No existe forma más legítima y
democrática para confeccionar un nuevo pacto social que no sea mediante una
Asamblea Constituyente, y no es necesario que haya “expertos” elegidos a dedo
para que se traduzca la voluntad del pueblo. Esa tutela paternalista ya no
responde a la época en que vivimos y debemos resistirnos a ella lo más posible,
hasta poder presionar un nuevo pacto social mediante un proceso sociopolítico
que nos lleve a la conformación de una Asamblea Constituyente que redacte y
someta a plebiscito una nueva carta fundamental que ponga a Chile en la senda
de la democracia real y de una economía en que el ser humano sea el valor
central y no la acumulación inconducente de dinero (en manos de unos pocos) que
sólo se puede traducir en una necesidad patológica de sentirse poderoso.
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