lunes, 6 de julio de 2009

Con la tinta del Terror. Constitución del 1980


Un año antes que yo naciera, se vivió un momento histórico de nuestro país. Millones de personas desfilaron a las urnas en un acto de supuesto civismo y democracia, para plasmar su apoyo o rechazo en voto, a la nueva carta madre que sería la hoja de navegación cívica para el desarrollo y perfil del país en los años a futuro. Esa raya en el voto que efectuaron mis padres y millares chilenos más, es un trozo de la leyenda nacional del acto republicano del 80. No vivía aún, no estaba ni proyectos quizás.

De seguro debe haber muchas emociones y situaciones que ninguno de nosotros, los nacidos en esa década y las que siguen, logremos imaginar en su plenitud o siquiera empatizar con los compatriotas que asistieron en su propia carne a ese momento tan particular de plebiscito en dictadura.

Luego de 28 años de estar viviendo en este territorio y de absorber los males endémicos culturales que nos moldean hasta la deformidad más horrible de apatía cívica, así como también crecí con los abonos del eufemismo dialéctico de las conversaciones criollas, esas que se dice una cosa queriendo decir otra similar, pero más pacata, suave al orgullo y simplona al concepto.

El plebiscito de 1980 debió haber sido muy especial, por ser ni más ni menos, que una elección “democrática” en la dictadura militar de nuestra oligarquía, un estado cívico que tenía de canción de fondo el temor a decir lo que uno realmente piensa, ya que puede ser motivo más que suficiente para sacar pasajes y estadía eterna a unas vacaciones bajo tierra, mar y otros lugares quién sabe dónde. Mi pregunta como analista ciudadano es ¿de qué democracia hablamos?, si bajo ese estado político y bajo ese lastre de amenaza constante de que el peso de la noche también tenga ojos y sepa que usted no está a favor de la constitución creada a cuatro paredes, en cuyas ventanas sólo se ve el mismo paisaje, todas la mentes apuntan a la misma dirección, hacia el mismo concepto de lo que es correcto para todos y que al mismo tiempo es mil veces mejor para nosotros, que somos los de la idea.

La constitución del 80 no es una constitución democrática, decir lo contrario es quedarse en el arbitrarismo de la forma, en la maquinaria del proceso electoral y no en la profundización analítica de las posibles reales motivaciones y convicciones de quiénes votaron ese día en las urnas. El sesgo electoral es tan obvio y evidente como una vedette con sus plumajes en un velorio, e ignorar tal aberración y desatino es una declaración a los cuatro vientos de apoyo a la constitución dictatorial que se votó bajo la coerción del gobierno autoproclamado de Augusto Pinochet.

La constitución de la década de los 80s es una escultura a la imposición de violencia colectiva, a favor de un modelo muy lejano a los procesos sociales que necesitaba vivir nuestra sociedad. Los niños de Chicago, con sus estudios de adivinanza financiera en los Estados Unidos, vieron en nuestro país el nicho perfecto para colocar un pozo de petróleo humano, dónde la ignorancia y el temor es el crudo que se refinará políticamente para sacarle el máximo de provecho a nuestra tierra y a su gente.

La constitución del 80 es un lastre para la transición política nacional, nos ancla a un pasado doloroso. No voté para esa ocasión, pero diariamente como ciudadano sufro de sus consecuencias, de su rigidez conservadora, de su manifiesto amor por la libertad de mercado y por su perfil confesionario.

Chile necesita consolidar su proceso democrático en una constitución que se construya desde las bases, desde la pluralidad, desde el laicismo y desde la libertad de pensamiento. Poco podemos hablar de democracia si nuestra carta madre tuvo la concepción dictatorial como madre y la ambición material como padre. Los ciudadanos que nacimos en los 80s no queremos que nuestro destino social y comunitario esté basado en un texto que se escribió y aprobó con la tinta del terror, con la mano de la dictadura y con la mente de la ambición.

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