miércoles, 24 de junio de 2009

En el cuarto planeta

El cuestionamiento ante la expresión pública de alegría, de gozo y de emoción de un tercero, es un deporte nacional, rama del “chaqueteo” criollo. Quienes somos bastantes enfáticos en manifestar nuestros estados de ánimos asociados al estar bien, a la distensión y a la confianza, somos diana de los comentarios de quines observan este comportamiento como inapropiado para personas que “deben” manifestar seriedad, que al parecer es sinónimo o requisito de confianza y competente, pre-requisitos para ser un hombre de bien en la sociedad chilensis. Casi debemos ocultar nuestras muestras de alegría y de júbilo del mismo modo que nuestra vida sexual, encerrarlas en cuatro paredes y cargar la culpa de manifestar una risa estridente, en especial si es en algún lugar donde se vista de terno y corbata y el protocolo domine cualquier impulso emocional que aflore.

No es primera vez que escribo sobre este punto, y no me cansaré de expresar mi rechazo al juicio negativo ante la alegría, la felicidad y el buen humor.

Que carente de humanidad es aquel que niega y contiene el humor para mantener apariencias o para enmascararse con la actitud huraña frente a sus pares para posicionarse como un ser de emanada rectitud ejemplificadora.

La risa abunda en la boca de los hombres simples, en los agradecidos y en quienes el ser es más importante que el tener.

Me acuerdo al “Hombre de Negocios” del libro El Principito:

El cuarto planeta estaba ocupado por un hombre de negocios.

Este hombre estaba tan abstraído que ni siquiera levantó la cabeza a la llegada del principito.

-¡Buenos días! -le dijo éste-. Su cigarro se ha apagado.

-Tres y dos cinco. Cinco y siete doce. Doce y tres quince. ¡Buenos días! Quince y siete veintidós. Veintidós y seis veintiocho. No tengo tiempo de encenderlo. Veintiocho y tres treinta y uno. ¡Uf! Esto suma quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno.

-¿Quinientos millones de qué?

-¿Eh? ¿Estás ahí todavía? Quinientos millones de... ya no sé... ¡He trabajado tanto! ¡Yo soy un hombre serio y no me entretengo en tonterías! Dos y cinco siete...

-¿Quinientos millones de qué? -volvió a preguntar el principito, que nunca en su vida había renunciado a una pregunta una vez que la había formulado.

El hombre de negocios levantó la cabeza:

-Desde hace cincuenta y cuatro años que habito este planeta, sólo me han molestado tres veces. La primera, hace veintidós años, fue por un abejorro que había caído aquí de Dios sabe dónde. Hacía un ruido insoportable y me hizo cometer cuatro errores en una suma. La segunda vez por una crisis de reumatismo, hace once años. Yo no hago ningún ejercicio, pues no tengo tiempo de callejear. Soy un hombre serio. Y la tercera vez... ¡la tercera vez es ésta! Decía, pues, quinientos un millones...

-¿Millones de qué?

El hombre de negocios comprendió que no tenía ninguna esperanza de que lo dejaran en paz.

-Millones de esas pequeñas cosas que algunas veces se ven en el cielo.

-¿Moscas?

-¡No, cositas que brillan!

-¿Abejas?

-No. Unas cositas doradas que hacen desvariar a los holgazanes. ¡Yo soy un hombre serio y no tengo tiempo de desvariar!

-¡Ah! ¿Estrellas?

-Eso es. Estrellas.

-¿Y qué haces tú con quinientos millones de estrellas?

-Quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno. Yo soy un hombre serio y exacto.

-¿Y qué haces con esas estrellas?

-¿Que qué hago con ellas?

-Sí.

-Nada. Las poseo.

-¿Que las estrellas son tuyas?

-Sí.

-Yo he visto un rey que...

-Los reyes no poseen nada... Reinan. Es muy diferente.

-¿Y de qué te sirve poseer las estrellas?

-Me sirve para ser rico.

-¿Y de qué te sirve ser rico?

-Me sirve para comprar más estrellas si alguien las descubre.

"Este, se dijo a sí mismo el principito, razona poco más o menos como mi borracho".

No obstante le siguió preguntando :

-¿Y cómo es posible poseer estrellas?

-¿De quién son las estrellas? -contestó punzante el hombre de negocios.

-No sé. . . De nadie.

-Entonces son mías, puesto que he sido el primero a quien se le ha ocurrido la idea.

-¿Y eso basta?

-Naturalmente. Si te encuentras un diamante que nadie reclama, el diamante es tuyo. Si encontraras una isla que a nadie pertenece, la isla es tuya. Si eres el primero en tener una idea y la haces patentar, nadie puede aprovecharla: es tuya. Las estrellas son mías, puesto que nadie, antes que yo, ha pensado en poseerlas.

-Eso es verdad -dijo el principito- ¿y qué haces con ellas?

-Las administro. Las cuento y las recuento una y otra vez -contestó el hombre de negocios-. Es algo difícil. ¡Pero yo soy un hombre serio!

El principito no quedó del todo satisfecho.

-Si yo tengo una bufanda, puedo ponérmela al cuello y llevármela. Si soy dueño de una flor, puedo cortarla y llevármela también. ¡Pero tú no puedes llevarte las estrellas!

-Pero puedo colocarlas en un banco.

-¿Qué quiere decir eso?

-Quiere decir que escribo en un papel el número de estrellas que tengo y guardo bajo llave en un cajón ese papel.

-¿Y eso es todo?

-¡Es suficiente!

"Es divertido", pensó el principito. "Es incluso bastante poético. Pero no es muy serio".

El principito tenía sobre las cosas serias ideas muy diferentes de las ideas de las personas mayores.

-Yo -dijo aún- tengo una flor a la que riego todos los días; poseo tres volcanes a los que deshollino todas las semanas, pues también me ocupo del que está extinguido; nunca se sabe lo que puede ocurrir. Es útil, pues, para mis volcanes y para mi flor que yo las posea. Pero tú, tú no eres nada útil para las estrellas...

El hombre de negocios abrió la boca, pero no encontró respuesta.

El principito abandonó aquel planeta.

"Las personas mayores, decididamente, son extraordinarias", se decía a sí mismo con sencillez durante el viaje.

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